“Es lógico que ciertos comportamientos los asociemos
más con un sexo que con el otro, esto en razón de que somos diferentes, no
mejores o peores, iguales en tanto humanos, pero con capacidades o fortalezas
distintas que desde el mundo de la caverna pueden identificarse y es justamente
lo que nos enriquece. Que hombres y mujeres seamos diferentes es una cuestión
antropológica, que no está relacionada con la dominación como esta ideología de
género pretende mostrarlo. Se trata de una realidad ontológica, cromosómica,
que no solo viene expresada en la genitalidad, somos diferentes, las mujeres
tienen dos cromosomas X, mientras que los hombres tienen un cromosoma X y un
cromosoma Y21. Si asumimos que el problema es la diferencia y pretendemos
borrarla, ignorando la naturaleza y la realidad, no solamente nos estaríamos
violentando, sino que dejaría de tener importancia hablar de sexos y hablar de
complementariedad entre los sexos, lo que dejaría a su vez sin sentido a la
familia, el matrimonio, la maternidad y la paternidad. Tendríamos, como
sociedad, que abandonar nuestras bases y simplemente decir que todas las
relaciones humanas son igualmente valiosas sean cuales sean; en ese orden de
ideas, instituciones como la familia, célula bá- sica de la sociedad, podría ser
conformada de cualquier manera y en medio de la “pluralidad”, o mejor de la
confusión, llegamos a perder la esencia por la cual le dábamos un lugar más
importante y la protegíamos incluso desde el Estado. De la misma forma, hablar
de bien o mal sería algo absolutamente cultural y, en consecuencia, mutable; en
este sentido, no solo se abrirían paso cuestiones como el mal llamado
matrimonio homosexual sino también conductas tales como la poligamia, la
poliandria, la pedofilia, la necrofilia, la zoofilia, etc., porque, desde que
haya consentimiento, nadie podría decir que está mal, bastaría con un acuerdo
social, obviamente basado en un relativismo extremo…”
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